13 de enero de 2010

Ira. Impotencia.




Ayer mismo me preguntaba cómo era posible que soldados de Kosobo fueran capaces de aplastar con sus botas a niños moribundos para no gastar munición. En teoría son seres humanos. Son de mi raza.

Me maravillaba también la capacidad de determinados gobiernos de ignorar el tráfico ilegal de menores de edad en Corea, por ejemplo, llegando a venderse niñas de catorce años con "el chochito fresco" por menos de un dólar.

Tampoco me dejaba de rondar la cabeza el tema de la CITES, la asociación de protección de la fauna. ¿Cómo es posible que por vender en el mercado negro ejemplares de Guacamayos Spix, de los que quedan menos de 100 ejemplares, sólo debas pagar 400 euros de multa... si te pillan?

Y yo me preguntaba si Dios existe. Decía Chico, si Dios existe, debe estar hasta los cojones de nosotros.

Somos el virus de este planeta. Somos su lastre. Somos el falso progreso que oculta bajo su brillante capa de oro la enorme montaña de mierda que supone nuestra civilización. Somos la hiena, la víbora. Somos el fósforo blanco que quema vivos a los iraquíes al caer de los flamantes F18, somos el napalm aflorando en las heridas. Somos el desecho de los gusanos y los peores de entre las ratas.

Y pensé que merecíamos un castigo.

Pero no ellos.





Ciertamente siempre son ellos. Siempre sufren los de siempre, golpean siempre a los mismos. La ira cae sobre aquellos que nunca hablaron, sobre aquellos que nunca existieron. Qué triste es que los mayores males azoten sistemáticamente a los pobres, pero cuánto más deplorable es el hecho de que sólo en estos casos nos acordemos de ellos.

Yo me preocupo por sacar tal o cual nota, por si le gusto a esta o aquella chica. Y al mismo tiempo un hijo saca de entre los escombros el cadáver de su madre. O un padre entierra lo que queda de sus hijos.

Únicamente en un país en el que ocho de cada diez personas no tienen ni medio euro al día para comer podrían morir tantos cientos de miles de desdichados por una catástrofe del calibre de las que en Japón sólo se lleva a siete personas.

Sólo en una región en la que aún no se han recuperado de dos tornados era posible sembrar de esta manera la destrucción y el caos.

Y yo aprieto los puños y grito, o me enfado, o pataleo. Pero yo estoy a medio planeta de distancia, al otro lado de un televisor LCD y en el primer mundo. Rabiando, pero a salvo.

Qué coño sabré yo.

Me pregunto si existe Dios. Y si existe, cuestiono su actitud frente a nosotros. Nuestra sociedad degenerada y podrida necesitaba un castigo.

Desde luego, no hay modo más CRUEL de castigarnos.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Pero cuando hay alguien como tú, se empieza a creer en el ser humano

Vissi d'arte dijo...

Joder José Ángel.

Me has dejado sin palabras.

julian pedro dijo...

más importante que la existencia de vuestro dios o nuestra capacidad vírica, y mucho más que la autoinculpación o la vergüenza es la difusión a toda la humanidad de la conciencia de la tierra como sistema dinámico cuyos movimientos y vqariaciones no podemos sino aceptar, por lo que nos conviene adaptarnos. En Haití los edificios eran de hormigón, no de adobes. Hubiera sido muy poco costoso reforzar los nudos de los vectores horizontales y verticales de las construcciones... pero hace 250 años del últimmo terremoto en esa falla. Apreciamos el lamento pior su valor lírico. Corramos a procurar la educación de todos nuestros congéneres, procuremos la extensión de la verdadera conciencia ecologista, no aquélla lastimera de los norteamericanos quienes, sin embargo, continúan apoyando la destrucción del planeta por parte de sus sucesivos gobiernos, sino kla de la adaptación a la realidad de nuestro planeta con la mejor relación posible. Agradezco que hayas planteado el tema con tan buena escritura, que en la actualidad, está casi desaparecida.