22 de noviembre de 2009

Paradoja


Creo que todos somos muy hipócritas. Además, opino que lo peor no es eso sino que pensamos que sólo lo son los demás. Más aún, según mis cálculos nadie es realmente modesto en tanto a que los que lo son, lo son por conveniencia. Y, por lo tanto, deduzco que si no hay modestia en nuestra especie, por defecto de ella solo hay cabida para el orgullo: nuestro ego nos domina, nadie es altruista, nada es gratuito (salvo la violencia y los abusos, claro).

Nadie tiene eso que llamamos corazón (sin hacer referencia al músculo); alma, compasión, amor. Aquí me gustaría detenerme, porque el amor es quizás el sentimiento más egoísta que existe. ¿O es que nunca hemos oído la frase "si de verdad la quieres, dejarás que se marche", o "si de verdad me quieres, harás tal cosa por mi",... etcétera? Egoísmo. Nadie es tan imbécil como para disfrutar dejando escapar su vida, todos sufrimos cuando hacemos algo "por amor", nos oponemos al principio de placer, nos duele, y eso es malo. Y si querer es bueno y te hace feliz, hacer algo que te haga infeliz no es querer, por lo que hacer algo por amor, como dejar que la persona que amas se marche, no es quererla. Porque te duele. No es querer, porque querer es apreciar a alguien por encima de lo que te aprecias a ti mismo, y eso es, de nuevo, egoísta. Es no desear que esa persona esté con alguien que no seas tú. Es doblemente egoísta, para con la persona a la que amas y para contigo mismo.

Y sin embargo, y he aquí la paradoja, algunos ejemplares deficientes de esta raza puramente imperialista y destructiva son capaces de sufrir por cosas inexistentes. Un pensamiento no es nada, es como mucho una corriente de iones de sodio y potasio recorriendo tus neuronas, y sin embargo es capaz de dolernos más que una descarga de dos mil voltios. ¿Por qué?

La pregunta es por qué demonios duele más pensar. Por qué una simple imagen es capaz de hacer que tiemblen las rodillas cuando no lo hace un golpe. Por qué imaginarte con él me hace gritar cuando no lo hace romperme un hueso.

Hay cosas inexplicables. Cada vez tiende a ser más normal que el ser humano sea un animal sin escrúpulos que sólo sabe destruir y seguir sus más bajos instintos violando, matando o ascendiendo en la escala jerárquica. Nada más.

Pero, como he dicho, hay cosas inexplicables. Jamás alcanzaré a entender qué es la vida. No consigo creer que sean átomos de carbono, moléculas con capacidad de autorreplicarse; no logro imaginar que mi vida sean células en continua síntesis de proteínas. No conseguiré averiguar jamás qué es la risa, ni por qué solo la tiene el ser humano. ¿Es sólo una contracción muscular? Tampoco lograré saber qué ocurre en el interior de un ave con el cerebro del tamaño de una avellana que ofrece su cuello a un halcón para saciarle. Porque, en teoría, el hecho de que esto consiga distraer la atención de la rapaz y que así huyan las crías no es una razón lógica: al fin y al cabo, son animales sin inteligencia ni conciencia. Por qué un hombre se tira al agua helada para intentar detener un barco lleno de residuos tóxicos con sus propias manos. Por qué un lobo perseguido varía su ruta de huída hacia un callejón sin salida para que sus lobeznos no sean cazados. ¿Electrones girando en torno a un núcleo atómico? ¿Nada más?

Es, sin duda, la más curiosa de las paradojas. ¿Por qué si algo me duele lo hago? ¿Es que espero que los poetas narren dentro de X años como me inmolé, mis hazañas, acciones que hago sabiendo que ni van a repercutir en una futura recompensa ni van siquiera a llegar a tus oídos? Nada es gratuito...Qué curioso. Después de todo, con todo lo mezquino y patán que es el ser humano, de vez en cuando sale defectuoso. Normal que la sociedad no avance. Seguirá ahí, reptando lentamente, lastrada por aquellos que pretenden obstaculizar nuestro inminente progreso. Hasta que se elimine a aquellos que patéticamente intentan frenar nuestra caída. Hasta que mueran todos los románticos.



14 de octubre de 2009

Atemporal. Eterno.

Cómo pasa la vida de rápido. A veces, si te detienes a pensarlo, la vida se te escurre entre los dedos más rápido de lo que desearías. Dos meses, dos años. Apenas hay diferencia. Somos seres atemporales, y nuestro tiempo no es sino una invención. Somos recuerdos, sinapsis neuronales, imágenes y sonidos registrados en nuestro encéfalo, y los segundos no son el tiempo que tarda la luz en recorrer tantos kilómetros sino el grado de placer que encontremos en aquello que estamos viviendo. Por eso pueden ser eternamente largos o terriblemente efímeros.

El tiempo es una gran mentira. Sólo es el gran ausente, el ladrón que inventamos para justificar el fin de nuestra existencia. Nuestra vida no está dividida en años sino en momentos, en situaciones, etapas. Ya no soy el mismo que hace dos años. He cambiado, y no me han influido los minutos y los segundos, sino los besos que he dado, las decisiones que he tomado, los logros que he conseguido; las decepciones que me he llevado, los golpes que he recibido y las veces que me he levantado. Pero sobre todo las veces que me he caído. Sin ellas no podría haber empezado a conocer, a descubrir. No hay placer sin esfuerzo ni amor sin espina.

Somos seres atemporales. No hay tiempo, solo recuerdos. No hay regla, solo cambio. No hay segundos. Hay cicatrices y marcas, golpes, giros y desvíos.

Que no te vendan tiempo. No existe. Tu tiempo es tu vida.

23 de marzo de 2009

Que lo lleve El Chico.

-Fermín, esto pesa un quintal. ¡Llévalo tu, anda!
-¡Chssst! ¡Silencio!

Y hubo un breve silencio. Siguieron la marcha. Y de nuevo se levantó un ligero rumor.

-... Quita quita, yo no lo llevo que necesito estar fresco. Llévalo tu otro rato... O mira, dáselo al Juli que está menos fatigado...
-Oyes no, que nos conocemos, que...
-Leche... que os juro yo que no puedo con el dichoso perolo este...
-¡Eh! ¿Por qué no lo lleva el Chico?

Y el Chico, que hasta ese momento había permanecido en riguroso silencio, miró ofendido al Juli, que le sonreía socarronamente.

-... Yo no lo llevo que no bebo... - dijo el Chico, en un murmullo apenas inteligible.
- ¡Toma! Pero estás en el pelotón, ¿o no? Anda dáselo, Román.
- Que no llevo yo eso que no bebo. Y no se...

De nuevo la voz del sargento calló a los soldados.

- ¡Silencio! - gritó en un susurro. Todos callaron. - Alto. ¿Se puede saber qué demonios os pasa? - todos sus hombres bajaron la cabeza y, azorados, pidieron disculpas.

- Lo siento mi sargento. Se trata del jarro, señor. Pesa mucho, calculo que unos sesenta kilos, y es difícil llevarlo... todos lo hemos estado llevando menos el Chic... menos Rufino, señor, y...
-Baje la voz, cabo Fermín. ¿Qué problema tiene usted, Rufino?

El Chico alzó el mentón y se cuadró para hablar con el joven pero brillante sargento. Fermín, Julián, Román, Antonio... todos ellos eran veteranos. Eran mayores, corpulentos y barbudos, y reían y bebían hablando de mujeres en el campamento. Pero el sargento Pablo no. El sargento era joven, lampiño y serio, y usaba unas diminutas gafas que le otorgaban un aspecto aún más juvenil. Lo cierto es que nadie le tomaba muy en serio salvo él, Rufino, el Chico.

Lo llamaban así porque tenía tan solo diecinueve años. Se alistó en el ejército para huir de las barbaridades que su gente cometía en Madrid. Aquello era un horror. Fue duro despedirse de su chulapa, la novia más guapa de todas las castizas; dejar a su familia, a su ciudad... Pero era insostenible. Y con tan solo diecinueve años se alistó como miliciano en la república y fue enviado a Teruel.

Allí comprobó que todo lo que había oído acerca de la guerra era falso. Desde siempre había adorado la disciplina militar y le encantaba el ejército. Esto, el sufrimiento en Madrid y sus ideales le impulsaron a unirse a las filas republicanas.

Cuando a un hombre que no sabe lo que es la guerra le preguntas qué es lo peor, te contesta cualquier cosa antes que la verdad. Es muy bonito decir "la muerte de tus compañeros", o "los enemigos caídos", o "tener que matar a tus hermanos". Pero lo cierto es que las tres peores cosas de la guerra, y esto lo dirá cualquier soldado que haya vivido una guerra, son el frío, el sueño y los piojos. Y Rufino, el Chico, no tardó en comprobarlo.

Pero ahora tenía ante sí al joven sargento Pablo, que lo miraba contrariado esperando una explicación.

- Verá, mi sargento... Yo no bebo. Por ello, no veo motivo por el que tenga que cargar con ese enorme ánfora de vino, señor...

- Muy bien. Verán, soldados. El desfiladero por el que situamos se recoge en nuestro mapas como "TERRITORIO ENEMIGO", con letras bien grandes. Si no quieren delatar nuestra posición, guarden silencio. Es una orden.

Rufino admiraba la diligencia con que el sargento dictaba sus órdenes. Sin alzar la voz, sin increpar, sin amenazar. Diríase con indiferencia, casi.

Y continuaron su marcha, a lo largo de un desfiladero de apenas dos metros de ancho, a cuyos pies nacía un extenso precipicio. Era peligroso pero necesario, y hacía semanas que la guerra obligó al joven Rufino a no tener vértigo, entre otras cosas.

El vino... que harían los soldados sin el vino. Que les permitiría olvidar las largas y extenuantes jornadas, la muerte de sus camaradas, de sus familiares. La lejanía de sus amores, el paso del tiempo, las derrotas, la amargura del polvo del camino.

- ... Oye Román, dáselo al Chico. Que no se da cuenta el...
- No empecemos otra vez, Fermín, que hay que...
- Ea, que lo lleve el chico. Amos hombre, lo va a tener que cargar el Juli o ...
- Claro que sí, dáselo al Chi...
- ¡Que yo no bebo, leche!
- Leche la que te voy a meter como no lleves el...

El sargento alzó la mano. El pelotón detuvo su marcha.
Con una tranquilidad pasmosa, el sargento Pablo, erguido todo lo que su juvenil estatura le permitía ante tales bestias, recorrió la fila, sin inmutarse, y le pidió a Román que le diese el cántaro.

Acto seguido lo tiró por el barranco. Sin más.

Volvió sobre sus pasos y, de nuevo en la cabeza del grupo reanudó la marcha.



Mi abuelo solía contar llegados a este punto que se oyeron los cerrojos de los fusiles. Que olía a motín. Él cuenta que en toda la guerra civil española no vió mayor acto de valentía que el de aquel joven sargento tirando la más sagrada reliquia de sus enormes y viejos soldados.

Mi abuelo, el Chico, ya no es el chico, ni me puede contar más historias. No queda más remedio que atesorar sus historias y el brillos de sus ojos grises.

9 de marzo de 2009

Here we go

Vuelvo con las pilas cargadas, aún con exámenes pero con tiempo para meterme aquí de vez en cuando. Intentaré acutualizar periódicamente. Y como muestra, un hermoso botón que nos dejó Enero. A veces cierro los ojos y creo sentir la suave caricia de los copos sobre mis mejillas.