23 de marzo de 2009

Que lo lleve El Chico.

-Fermín, esto pesa un quintal. ¡Llévalo tu, anda!
-¡Chssst! ¡Silencio!

Y hubo un breve silencio. Siguieron la marcha. Y de nuevo se levantó un ligero rumor.

-... Quita quita, yo no lo llevo que necesito estar fresco. Llévalo tu otro rato... O mira, dáselo al Juli que está menos fatigado...
-Oyes no, que nos conocemos, que...
-Leche... que os juro yo que no puedo con el dichoso perolo este...
-¡Eh! ¿Por qué no lo lleva el Chico?

Y el Chico, que hasta ese momento había permanecido en riguroso silencio, miró ofendido al Juli, que le sonreía socarronamente.

-... Yo no lo llevo que no bebo... - dijo el Chico, en un murmullo apenas inteligible.
- ¡Toma! Pero estás en el pelotón, ¿o no? Anda dáselo, Román.
- Que no llevo yo eso que no bebo. Y no se...

De nuevo la voz del sargento calló a los soldados.

- ¡Silencio! - gritó en un susurro. Todos callaron. - Alto. ¿Se puede saber qué demonios os pasa? - todos sus hombres bajaron la cabeza y, azorados, pidieron disculpas.

- Lo siento mi sargento. Se trata del jarro, señor. Pesa mucho, calculo que unos sesenta kilos, y es difícil llevarlo... todos lo hemos estado llevando menos el Chic... menos Rufino, señor, y...
-Baje la voz, cabo Fermín. ¿Qué problema tiene usted, Rufino?

El Chico alzó el mentón y se cuadró para hablar con el joven pero brillante sargento. Fermín, Julián, Román, Antonio... todos ellos eran veteranos. Eran mayores, corpulentos y barbudos, y reían y bebían hablando de mujeres en el campamento. Pero el sargento Pablo no. El sargento era joven, lampiño y serio, y usaba unas diminutas gafas que le otorgaban un aspecto aún más juvenil. Lo cierto es que nadie le tomaba muy en serio salvo él, Rufino, el Chico.

Lo llamaban así porque tenía tan solo diecinueve años. Se alistó en el ejército para huir de las barbaridades que su gente cometía en Madrid. Aquello era un horror. Fue duro despedirse de su chulapa, la novia más guapa de todas las castizas; dejar a su familia, a su ciudad... Pero era insostenible. Y con tan solo diecinueve años se alistó como miliciano en la república y fue enviado a Teruel.

Allí comprobó que todo lo que había oído acerca de la guerra era falso. Desde siempre había adorado la disciplina militar y le encantaba el ejército. Esto, el sufrimiento en Madrid y sus ideales le impulsaron a unirse a las filas republicanas.

Cuando a un hombre que no sabe lo que es la guerra le preguntas qué es lo peor, te contesta cualquier cosa antes que la verdad. Es muy bonito decir "la muerte de tus compañeros", o "los enemigos caídos", o "tener que matar a tus hermanos". Pero lo cierto es que las tres peores cosas de la guerra, y esto lo dirá cualquier soldado que haya vivido una guerra, son el frío, el sueño y los piojos. Y Rufino, el Chico, no tardó en comprobarlo.

Pero ahora tenía ante sí al joven sargento Pablo, que lo miraba contrariado esperando una explicación.

- Verá, mi sargento... Yo no bebo. Por ello, no veo motivo por el que tenga que cargar con ese enorme ánfora de vino, señor...

- Muy bien. Verán, soldados. El desfiladero por el que situamos se recoge en nuestro mapas como "TERRITORIO ENEMIGO", con letras bien grandes. Si no quieren delatar nuestra posición, guarden silencio. Es una orden.

Rufino admiraba la diligencia con que el sargento dictaba sus órdenes. Sin alzar la voz, sin increpar, sin amenazar. Diríase con indiferencia, casi.

Y continuaron su marcha, a lo largo de un desfiladero de apenas dos metros de ancho, a cuyos pies nacía un extenso precipicio. Era peligroso pero necesario, y hacía semanas que la guerra obligó al joven Rufino a no tener vértigo, entre otras cosas.

El vino... que harían los soldados sin el vino. Que les permitiría olvidar las largas y extenuantes jornadas, la muerte de sus camaradas, de sus familiares. La lejanía de sus amores, el paso del tiempo, las derrotas, la amargura del polvo del camino.

- ... Oye Román, dáselo al Chico. Que no se da cuenta el...
- No empecemos otra vez, Fermín, que hay que...
- Ea, que lo lleve el chico. Amos hombre, lo va a tener que cargar el Juli o ...
- Claro que sí, dáselo al Chi...
- ¡Que yo no bebo, leche!
- Leche la que te voy a meter como no lleves el...

El sargento alzó la mano. El pelotón detuvo su marcha.
Con una tranquilidad pasmosa, el sargento Pablo, erguido todo lo que su juvenil estatura le permitía ante tales bestias, recorrió la fila, sin inmutarse, y le pidió a Román que le diese el cántaro.

Acto seguido lo tiró por el barranco. Sin más.

Volvió sobre sus pasos y, de nuevo en la cabeza del grupo reanudó la marcha.



Mi abuelo solía contar llegados a este punto que se oyeron los cerrojos de los fusiles. Que olía a motín. Él cuenta que en toda la guerra civil española no vió mayor acto de valentía que el de aquel joven sargento tirando la más sagrada reliquia de sus enormes y viejos soldados.

Mi abuelo, el Chico, ya no es el chico, ni me puede contar más historias. No queda más remedio que atesorar sus historias y el brillos de sus ojos grises.

9 de marzo de 2009

Here we go

Vuelvo con las pilas cargadas, aún con exámenes pero con tiempo para meterme aquí de vez en cuando. Intentaré acutualizar periódicamente. Y como muestra, un hermoso botón que nos dejó Enero. A veces cierro los ojos y creo sentir la suave caricia de los copos sobre mis mejillas.